PLANO 12: ODIO DE PRINCESA

Juan Carlos Chirinos



El lente de la cámara, colocado en posición macro, revela la textura rosada de una tela. El lente ha agrandado todo lo que pudo, la visión normal de la tela. Si fuera microscopio, mostraría, ufano, cada configuración elemental. No está fuera de foco; pero hay algo turbio en todo este asunto.

La cámara sigue en macro, y ahora hace un recorrido por la tela, la cual revela pliegues de distintas intensidades, pedrería muy brillante (que brilla por efecto de los reflectores de 1000 vatios, indispensables para lograr un buen macro), y un tinte escarlata, púrpura parecido a la sangre. Utilería de cine.

La dueña de ese vestido está muerta. Esta no es una palabra fácil de acompañar; muerta no se escribe y punto; muerta exige de uno horas de concentración, ensayo inútil de palabras y palabras, de adjetivos de toda clase, de largos adverbios terminados en mente; muerta es, en definitiva, una palabra que debe restringirse, una palabra que concluya un texto:

Cuando todos entraron a la habitación, encontraron el cuerpo tendido de la muchacha; su vestido estaba como rasgado por un feroz animal que tuviera garras afiladas. Su rostro, amoratado, revelaba que había sufrido repetidos golpes con un objeto contundente; su rostro era hermoso aún a pesar de los hematomas.

Los primeros en entrar —un príncipe y dos duendes músicos— hicieron que las damas de la corte regresaran al salón; algunas, vestidas de Pierrot (graciosamente vestidas, se diría) y maquilladas como simpáticos muchachitos andinos, asomaron un poco la cabeza aunque el joven príncipe evitó contemplar la hórrida escena. Uno de los duendes, el más chusco, empezó a recitar —eso sí: muy graciosamente— los versos sacros que habían acabado de escuchar en el púlpito al sacerdote.

Las damas, ligeras de razón, olvidaron casi al instante el «accidente», y el príncipe se quedó solo.

Recogió parte del vestido de la doncella (él lo sabía, pues no pudo nunca doblegarle con halagos), tirado a su lado, y lo colocó sobre un mueble. Cada vez más excitado, comenzó a deshacer las trenzas del cabello rubio de la joven y a acariciarle cada extremidad. Pasó furtivamente la mano por encima de los abultados senos, que mostraban una estrecha división central. La muchacha estaba vestida de campesina.

El joven príncipe (de quien se había dicho: «un día cabalgando en oro llegó/ el príncipe músico del mundo del sol;/ cantó mil pavanas, gavotas y valses/ bailó con las ranas, los duendes, los sauces») acercó tiernamente su mejilla hasta la nariz de la niña y sintió sobre él un cálido aroma. Su mano comenzaba a buscar espacio por entre la tela y, cuando estuvo muy cerca de ella, un estertor estalló en pánico. Las trenzas del pecho estaban sueltas y felices, como bailarinas después de una función. Una mano de la joven se aferró al cuello musculoso. El príncipe tembló y dijo:

—¡Por fin!

Y alguien observaba.

A todas estas, la cámara hacía rato que había abandonado el lente macro y había ejecutado un magistral dolly-back hasta detenerse en un plano general, sin despreciar nunca los primeros planos de manos, senos, trenzas, y hasta un primerísimo primer plano (¿otro macro?) de la respiración, que hacía suponer un camarógrafo experimentado. También las luces cambiaron conforme fueron apareciendo los personajes —duendes y doncellas— y toda la iluminación concluyó en una penumbra sugestiva, expresionista. La música era otra cosa. Todos en el set sudaban a mares, pero el director no daría el corte: aún quedaba suficiente Marlon Brando para improvisar.

El hombre que sostenía el micrófono lo acercó para poder captar las palabras excitadas del príncipe, y por eso no se percató de la princesa que venía encolerizada («la princesa está arrecha, qué tendrá la princesa») y ante el descuido del director y el asombro del camarógrafo atravesó a la doncella con un tridente de recoger paja y levantó al príncipe por una oreja, diciendo:

—¡Y usted se me viene para la casa ahora mismo, carajo!

La pareja real salió del estudio (alguien les tomó una foto, para alguna revista) y el director se precipitó sobre su actriz; los enanos daban carreritas por todos lados. El camarógrafo retiró el tridente de la espalda de la doncella (o actriz) y comentó con tristeza:

—La princesa está triste/ y la actriz está muerta.