PRIMERAS IMPRESIONES

Ricardo Sumalavia



Los meses previos a culminar el último año escolar entré a trabajar por las tardes en una pequeña imprenta. Mi madre no se opuso. Conocía bastante bien al dueño e impresor, y a su esposa, una mujer enorme y atractiva que visitaba mi casa de cuando en vez para que mi madre le cortara el cabello, se lo ondulara o tiñera con los colores que la época mandaba. El oficio lo fui aprendiendo con el entusiasmo propio de un muchacho que deseaba algún día ver impresos sus poemas. Por el momento sólo estaba encargado de colocar los tipos de plomo en la caja. Y lo realizaba tomando todas las precauciones para que no se me empastelara y tuviera que reiniciar el montaje, línea por línea, como sucedía cada vez que llegaba al taller la señora Leonor, la mujer del impresor. Su presencia me turbaba y ella lo sabía bastante bien. Sospecho que lo supo desde siempre, mucho antes que yo incluso, en mi infancia, que no entendía ese brevísimo placer que me producía rozar sus piernas y caderas con el pretexto de jugar con mis carritos y soldados, antes de ser enviado al patio y dejar a la señora Leonor con aquella sonrisa que me seguiría electrizando en la imprenta de su esposo. Si bien sus visitas eran esporádicas, éstas tenían un efecto por demás inquietante. Inquietud que trataba de verter en mis poemas juveniles para enseguida trasladarlos a una vieja plancha de madera, en la caja de composición, que solía ocultar debajo de las que armaba diariamente, si es que antes el pudor no me obligaba a desmontarlo todo.

Bajo ese ritmo transcurrieron los meses y, llegado el fin de año, di por terminado el colegio. Fue natural entonces que ocupara todo mi tiempo en la imprenta, con mejor salario y un trato de hombre a hombre, como me lo hizo saber el impresor los primeros días de enero. Su esposa, con el cabello corto y pelirrojo, y una minifalda propia de finales de los sesenta, justificado por el acentuado calor de aquel verano, intensificó sus visitas al taller. Debo confesar que el color de su cabello, contrastado con su piel blanca, propició el que consideré mi mejor poema. El más extenso. El único que sin dudas fui capaz de armar en la caja, con tipografía grande, y que, una vez impreso, estuve dispuesto a mostrar a su inspiradora. Por supuesto, imaginé mil formas de enseñarle el poema, creyendo que su respuesta sólo sería mantener en vilo mis ansias, con un beso en la mejilla y quizás una uña deslizada en mi mentón.

Hasta que la tarde apropiada llegó. Era jueves, usual día de visita de la mujer, y su marido había salido a recoger varios rollos de papel. Yo aprovechaba para entintar la plancha con mi poema, cuando la señora Leonor apareció, pelirroja y en minifalda, intensamente blanca, a pesar del verano. No recuerdo exactamente lo que me dijo, sólo sé que me ordenó cerrar la puerta del local y que después me llamó a la trastienda. Se paró frente a mí, me contempló unos segundos, esbozando la sonrisa que ya le conocía, y luego me besó. Con sus manos guió las mías para que le acariciara el cuerpo, le levantara con facilidad su minifalda y le bajara un diminuto calzón que no sé si estuvo de moda por esos años, pero que me arrebató apenas verlo. Dominado por aquella embriaguez, la empuje hasta la mesa de montaje, la recosté y me subí sobre ella, sobre la impresionante señora Leonor, que me recibió entre gemidos y temblores de excitación.

Así permanecimos un buen rato, hasta que la saciedad y la prudencia nos instaron a separarnos. Fue cuando ella se levantó de la mesa que descubrí con perplejidad el destino de mi poema. Éste estaba impreso sobre la espalda de la mujer. En realidad, los primeros versos, que se hallaban en la zona lumbar, los podía leer con bastante claridad, pero los últimos, que alcanzaban sus extensas nalgas, sólo eran borrones, manchas de tinta sin concierto. Aunque he tratado de explicármelo, todavía no logró dar razón a mi silencio. Dejé que se vistiera y se despidiera de mí con un beso tierno. Una vez solo, únicamente atiné a desbaratar las letras de molde en la plancha que albergaba mi poema. Me dije que podría escribir otros en los ratos libres de mis futuros trabajos.

(De Enciclopedia mínima, 2004)